Hace unos días publicaba en Instagram que el hecho de no celebrar el día del padre nos aleja un poco de nuestra cultura. Y es que, lo queramos o no, el simbolismo de las fiestas cristianas trascienden lo religioso. Independientemente de la fe, la religión, cada una de ellas, supone una forma de aplicar o racionalizar las grandes cuestiones del universo, entre las que están la vida y la muerte y todo lo que transita entre ellas.
Alguien me preguntó a qué me refería con esto de interpretar el día del padre desde un punto de vista filosófico y me puse a pensarlo. Hoy sería el Santo de mi padre, Juan José. Vivir con un padre enfermo más de la mitad de tu vida, hace que vayas perdiendo a tu padre en sus funciones poco a poco, hasta el punto de que a veces lo veas más como un hijo al que querer y cuidar a pesar de todo.
Pero si una ventaja ha tenido que su enfermedad fuera Parkinson y no otra peor, es que en muchas ocasiones aún podía hablarle de mis cosas o me seguía regañando cuando algo de lo que yo hacía no lo entendía o no le parecía bien. Casualidades (no creo), en el último año de su vida pasé mucho más tiempo con mi padre que en los últimos 20 años. Como aquí mismo dejé escrito, pasé (y aún sigo) por una etapa en la que volver a lo ancestral y conocer a mis ancestros y la historia profunda de mi familia, forman parte de un estudio de autoconocimiento, para mí, necesario, como lo es también conocer la historia de mi país y la historia del mundo.
Agradecida de haber comenzado este estudio cuando aún leía libros o leía artículos místicos sentada junto a mi padre, ahora me resulta mucho más fácil pensar en el simbolismo de San José como padre, muy parecido a lo que el mío me inculcó hasta donde su enfermedad le dejó.
A mi padre la vida le castigó con una enfermedad limitante física y a menudo también psíquicamente. Sin embargo, su actitud fue un ejemplo de dignidad y de fortaleza. Algo parecido a lo que nos transmite San José, quien asume las funciones de padre a pesar de saber que él no ha engendrado a ese hijo. Así, San José nos demuestra que no se trata de ver las circunstancias adversas como un castigo, sino como una oportunidad para ser mejores y sacar todo nuestro potencial.
Hay detrás de San José otro hecho que a mí no me pasa desapercibido. En la Biblia apenas se le menciona pero sabemos que era carpintero, artesano… hacía cosas, construía. Y esa es la principal función simbólica de un padre: construir. Criar, educar, formar personas buenas, justas, leales, que se integren en el mundo pero a la vez sin perder la esencia de uno mismo. Lo complicado de construir bien para que la cosa construida mantenga la forma con la flexibilidad necesaria para cada ocasión, siempre sin derrumbarse.
San José construía, se encargaba de crear. Y eso es lo que los padres hacen, o intentan, con los hijos. Y aquí, dejadme que haga un guiño al léxico. Creo que cuando hablamos de padres refiriéndonos a progenitores o tutores, no nos estamos equivocando. Porque las funciones convergen entre madres, padres, hembras, varones o el calificativo que les queramos poner: son padres porque son creadores de personas en lo biológico o en lo moral. Según la séptima acepción de la RAE, padre es cabeza de una descendencia, familia o pueblo. De verdad, no olvidemos los valores que nos transmite San José en esta pelea que algunos se traen con las palabras. El castellano es mucho más antiguo que todos los que estamos vivos y la lengua recoge la sabiduría ancestral que algunos se empeñan en olvidar.
Por último, San José me inspira protección. Alguien que no sea capaz de entender el simbolismo de los textos más allá de géneros e interpretaciones literales, pensará que lo siguiente suena un tanto machista:
«José tomó al niño y a la madre, se puso en camino y regresó con ellos a Israel»
Mateo 2:21
Sin embargo, para mí lo anterior significa algo que define a un padre más allá de los seres humanos o los animales. Es instinto proteger y cuidar lo que se crea por el esfuerzo que conlleva, pero, supongo, también porque lo que cada uno crea, tiene una pequeña parte de sí mismo y le pertenece un poco.
Mi madre siempre utiliza la expresión «ni que fuera ministro» para referirse a quien se las da de aires de superioridad. Esa expresión hace tiempo que dejó de tener sentido. La idea que tiene mi madre, como la que tengo yo, de alguien que ocupa ese puesto, es una persona experimentada, y por lo tanto, entrada en edad. Alguien con saber estar, con mucha cultura general, con conocimiento de su área y experiencia también en gestión, pero sobre todo, conocimiento del funcionamiento interno de un país.
Lejos de ser una marioneta de las élites del poder o dejarse llevar por lo que la opinión pública quiere oir, un ministro debe poner las cartas sobre la mesa, analizar, valorar, decidir lo mejor para el máximo número de personas, evaluando los riesgos y externalidades de sus decisiones.
Ser ministro debe ser la máxima profesional y personal para quien diga tener voluntad de servicio público. Y sí, esto que voy a decir es impopular pero, un ministro gana muy poco para lo que yo espero que me aporte y por lo tanto, prefiero un ministro que ya lleve el bolsillo lleno cuando llega al cargo que alguien que se dedica a pedir un té al más puro estilo casposo. Cualquiera que haya trabajado en una oficina antes de ser ministro y que tenga menos de 40 años, aprovecha el momento de prepararse el té o el café para tener un rato de descanso y diversión. Pero claro, si no conoces el mundo laboral de la gestión, pensarás que liderar equipos es tener criados, como en las pelis, porque eso es todo lo más cerca que habías estado de un despacho, una sala de juntas o simplemente «una sala» antes de llegar al puesto.
Lo mismo aplica para consejeros y presidentes autonómicos, diputados y todo cargo público más allá de un alcalde de un pueblo. Y perdónenme si hablo en masculino para referirme al todo. Aprendí a escribir a principios de los 90 en una escuela pública de pueblo, cuando en España aún quedaba algo de sentido común.
Que Irene Montero sea Ministra insulta a mi inteligencia. No porque no haga falta mejorar las políticas de igualdad, sino porque existen muchas personas dedicadas a la causa y merecedoras del puesto de forma objetiva. Personas involucradas desde la investigación y el estudio y no desde las pataletas de manifestaciones callejeras. Personas que han dedicado su carrera entera a entender en primera persona la realidad social de la desigualdad en España, que por cierto, no se da sólo por cuestiones de género o condición sexual. Es un absoluto despropósito que venga a hablarnos de igualdad alguien cuyas circunstancias personales junto con su escaso curriculum, ponen en entredicho su valía para el puesto. Porque donde se aprende es trabajando. El mundo académico se queda escaso y mucho más cuando hablamos de gestionar recursos, económicos y humanos, para lograr con ellos resultados de impacto.
Pero tal vez, la agenda mundial para comernos el tarro con lo que sobrepasa la igualdad, requiera de marionetas como Irene. Cada vez que pienso en los 20.000 millones de euros que se le han asignado para gestionar las políticas, se me ocurre pensar si en el Gobierno conocen la diferencia entre gasto e inversión y la relación directa que tienen economía y bienestar social.
En definitiva, el ejemplo que me dan desde el Ministerio de Igualdad es, como dice aquella, que hay polvos muy bien echaos’.
Cuando viajo, siempre he tenido la sensación de que la persona que volvería a casa sería algo diferente a la persona que da dos vueltas a la llave mientras cierra la puerta. Sin embargo, cuando el viaje acaba y llego de nuevo a casa, me olvido por completo de esa sensación que tengo cuando salgo y no hago la misma reflexión de vuelta mientras abro la puerta. Se acaban las vacaciones, la semana de trabajo o el finde. Toca volver a la rutina y no suele haber tiempo (ni ganas) para pensar. Mucho menos para sentir.
Sin embargo, últimamente sí me está pasando eso cuando viajo. Sobre todo cuando lo hago a mi verdadera casa. A la casa de mis padres. A mi pueblo. A la misma calle donde aprendí a montar en bici, donde jugaba al tenis contra la pared y donde ahora juegan mis sobrinas.
El año pasado, escuchando un podcast de La Escóbula de la Brújula me di cuenta de algo que me está cambiando la vida. Hablaban de los cuentos tradicionales y su simbolismo y también del romancero español. Me llamó la atención algo que me hizo retroceder el audio y escuchar más atenta. Hablaban de la filosofía detrás de los romances y de su integración en las culturas populares. La verdadera sabiduría castellana está oculta en esas letras que nos parecen arcaicas y aburridas.
Cuando volví a casa de mis padres hojeé un libro sobre la historia de mi pueblo, ¡et voilá! Ahí estaba lo que yo buscaba. La ronda más famosa de de mi pueblo es el «Romance de la cristiana cautiva», el mismo del que estaban hablando en el podcast. ¿En serio no me había dado cuenta antes? No me había dado cuenta porque no me interesaba, no sabía verle el valor a unas letras de hace mil años cantadas con sones de jota. Pero no sólo ese romance, muchos otros que, supongo, se cantan con el mismo son.
Mis circunstancias actuales me han hecho parar. Y lejos de ser un problema, tener la calma de poder echar la vista atrás, adelante y sobre todo, al instante, se ha convertido en un regalo. Entender lo que soy es ahora una necesidad para salir de un atolladero profesional que me arrastró a las puertas de un quirófano. Pero ahora, ese proceso de reflexión e investigación para saber qué quiero ser de mayor, ha traspasado a lo personal. Intento buscar pistas porque hay que conocerse a uno mismo, decía Sócrates, pero no dijo cómo así que yo busco mi forma. Y lo ancestral, como el romancero o sentarme en un risco a sentir la energía que emana de la Tierra, es una forma de hacerlo.
Hay una frase que me encanta que dice «uno vuelve siempre a los lugares donde amó la vida». Y otra que me gusta más aún que es «los que no creen en la magia nunca la encontrarán». ¿Y esto qué tiene que ver con conocerse a uno mismo? Tiene que ver, mucho. Vivir desde la paz que da la calma, es una oportunidad de activar la energía que es el sentir, de observar lo que se ve y lo que no, de recordar, de interpretar, de encontrarte e incluso, de descubrirte.
«Todas las cosas están llenas de signos, y un hombre sabio puede saber de una cosa a partir de otra»
¿Piotino?
No es necesario tener que pausar y volver donde creciste para llevar a cabo este proceso, pero sin duda, es mucho más fácil hacerlo desde allí. Muchas pistas para emprender este camino de transformación me han venido desde la virtualidad que ofrecen internet y el mundo de Twitter. Aunque esas pistas son sólo herramientas. El verdadero acto de transformación sucede observando la naturaleza en todas sus formas. Porque la vida no es sólo de una manera, ni una única cosa. La vida es dinámica y diversa. La clave es encontrar lo que une en cada instante, toda esa diversidad.
Voy a repetir uno de mis mantras: estar muy informado (en cantidad), no es sinónimo de estar bien informado.
La información, incluso las versiones oficiales, y más en tiempos de internet, hay que cogerla con pinzas y ponerla en cuarentena. Echarle antiséptico, ponerle una mascarilla, hacerle una PCR y mantener una distancia, con escepticismo, hasta que demuestre estar limpia de sesgos. Incluso o de hecho, más aún, con esa información que dice justo lo que se quiere oír o ver. Por el lado contrario, ¿qué ocurre con eso que nadie cuenta? Que no se cuente, o que se cuente residualmente, no quiere decir que no suceda, que no sea importante o que no tenga consecuencias que nos afecten a corto o largo plazo.
Por supuesto, esto depende de la linea editorial del medio. No es lo mismo hablar de un telediario de la televisión pública en prime time, que hablar de un periódico local de un barrio. Ni es lo mismo estar leyendo el Marca que Cinco Días o la revista Hola.
«Estar muy informado no es sinónimo de estar bien informado»
Miss Controversias
Rusia lleva tres días atacando a Ucrania. He escuchado eufemismos varios. Llámenlo como quieran. Rusia está sembrando el terror en un país entero, y sean cuales sean sus argumentos, cómplices y objetivos, la realidad es que ha creado una guerra que de algún modo es la guerra contra todos. Eso es un hecho del que todos los medios hacen eco proporcionalmente a su impacto, hoy domingo 27 de febrero de 2022.
Sin embargo, el lunes por la noche, tan solo hace seis días, este hecho aún no era una realidad. Pero después de 50 minutos de discurso imperialista de Putin, la televisión pública española le dedicó 11 minutos a la crisis del Partido Popular. Al día siguiente todavía se superó, 17 minutos. No valoro si se trataba de un aprovechamiento ideológico, o realmente la crisis del PP es tan grave como para cambiar el devenir mundial. Nos siguen vendiendo la idea de que la política nacional es esencial, cuando lo esencial de la política está subordinado a los caprichos supranacionales. Pero eso no lo cuenta el telediario explícitamente, son conclusiones que uno alcanza a ver, o no, según el grosor de su lupa mental.
En cualquier caso, el momento era histórico. O al menos para mí. Yo había visto el discurso en directo y quería ver lo que se comentaba en las noticias oficiales de mi país, que son las de la televisión pública. Las puse a las 21 horas en punto y empezaron a hablarme de Pablo Casado. ¿En serio?
No soy analista política, pero que Putin hablara de Ucrania como parte de Rusia desde el imperio de los zares y de los tiempos de la URSS, era bastante siniestro. Cada vez que nombró a Lenin y a Stalin se me ponían los pelos de punta. Miedo. Para mí, era sin duda la noticia más importante en mucho tiempo (y eso que estamos aún en la era Covid), por la intimidación, el aire frío y asustadizo del discurso y el reconocimiento oficial de la independencia de parte del territorio ucraniano.
Pero tuvieron que pasar dos días y que se diera la orden al ejército ruso de empezar el asedio militar a Ucrania, para que los medios cambiaran el orden y la duración de las noticias. Pero me dan igual los medios que pertenecen al capital privado, algunos como Mediapro pertenecen en un alto porcentaje a “una empresa” china. ¿Qué vamos a esperar? Para evitar esos sesgos se supone que tenemos una televisión pública. ¿Y si no para qué? En teoría la televisión pública no atiende al criterio de maximizar el beneficio sino a maximizar la calidad de la información.
Llevo toda la semana leyendo mucho sobre el conflicto, escuchando podcasts muy esclarecedores e intentando entender en qué momento de la historia nos encontramos. Al igual que me pasó con la pandemia del Covid, necesito entender qué se dirá de este mismo momento en los libros de historia. O qué se debería decir, algunos detalles suelen omitirse en las versiones oficiales de la historia.
Pero mientras yo me remonto a los zares, como Putin, las armas se acercan a la gente normal y corriente. Gente que lleva mucho tiempo sufriendo y que cada generación les toca vivir algo gordo. Parece que les toca todo. Y aunque no. Nadie merece vivir atemorizado. No son sólo las víctimas mortales quienes tienen que entrar en la estadística, sino las víctimas psicológicas y sociales. Todas son víctimas. Y pongo la tele, escucho a los periodistas que siguen en Kiev, esos sí son periodistas, y de repente me doy cuenta de que se me saltan las lágrimas. ¿En serio hemos llegado hasta aquí en pleno siglo XXI?
Y encima me siento mal. Soy muy mala ciudadana del mundo. A ver cómo me perdono. ¿Cuántos teníamos idea de la situación real que lleva años viviéndose en Ucrania? Porque en su día se habló mucho de Crimea pero ¿del conflicto bélico en el este de Ucrania? ¿De la expansión de tropas rusas a lo largo de la frontera desde febrero de 2021? ¿De los muertos que ya ha habido desde 2014? Se habla de 10.000 – 14.000 muertos, no sé si civiles o militares. En cualquier caso, ¡10.000 muertos! ¿Cuántos conocíamos las denuncias de Acnur del año 2017 y 2019 sobre el fuego cruzado, y los problemas para 1,6 millones de personas que se consideran desplazadas dentro de su propio país y no tienen derecho ni a cobrar su pensión si no se desplazan fuera del «lado oscuro»? ¿O las dificultades de pasar un invierno ucraniano en zona de guerra? Sí, guerra. Porque llevan años en guerra en una parte del país. ¿Y qué hay de los alto al fuego que se ha saltado Putin una y otra vez?
¿De las peticiones de asilo de población ucraniana en la UE, de las que 3 de cada 4 son rechazadas? La UE considera(ba) que esta población puede (podía) solicitar asilo interno dentro del propio país, puesto que el conflicto (se les olvida matizar, conflicto bélico), afecta(ba) sólo a una parte del extenso país. Pero después, como demuestra el documento de Acnur, los desplazados internos no tienen derecho a nada, precisamente, por considerarse desplazados. La pescadilla que se muerde la cola. Así llevan años viviendo. Acnur hace hincapié en las personas más vulnerables que no pueden caminar pero tienen que trasladarse para que se les reconozca el derecho a pensión. Y si no no la cobran.
En este documento del Ayuntamiento de Barcelona, se hace referencia a los refugiados ucranianos en España, creo que el documento es de 2016, no lo indican. O esta noticia que hace referencia a la cruda realidad que lleva años viviendo la gente del este de Ucrania. Gente normal y corriente. Como tú, como yo. Que viene de décadas de fascismo comunista, ¿no han tenido bastante? Lo llamo así porque hay gente a la que se le olvida que el comunismo es un tipo de fascismo.
Tampoco sabía que el Gobierno ucraniano había apoyado bloqueos comerciales a los territorios separatistas con el objetivo de reducir el conflicto, que es algo parecido a pequeña escala y al estilo de andar por casa, a lo que ahora quiere hacer la UE con las sanciones económicas a Rusia. En teoría se hizo para impedir que los independentistas rusos se financiaran con las minas. ¿Y de qué ha servido? Lejos de evitar el conflicto, al final se ha hecho más grande, y quien sufre de verdad estas medidas, es la población normal y corriente. Como tú, como yo.
En el este de Ucrania ya había una guerra y yo no era consciente de ello. Una guerra. No un conflicto. No tensiones. No amenazas. Parte del territorio ucraniano lleva años en guerra y yo no lo sabía. ¿Es mi culpa? ¿Es culpa de los medios? ¿Es culpa del desinterés de ambos? Probablemente esto último. Indagando en mi Twitter, me he encontrado que en su día este tema me interesó. Pero lo había olvidado por completo. Si me interesó en febrero del 2014, es porque lo decía el mass media. Si dejaron de hablar de ello, dejé de enterarme. Mal por mí.
Difícil luchar contra la historia contemporánea…// "Ucrania se debate entre dos mundos" http://t.co/DdbMj6l5Ft vía @el_pais
Puede haber personas con más interés que otras pero, ¿cómo alimentar ese interés si los medios no nos apoyan? En mayo de 2018 la misma ONU se quejó de la falta de divulgación de la crisis humanitaria consecuencia de la guerra en Ucrania. En diciembre de 2021, hace en realidad, pocas semanas, El País publicó un artículo al respecto que tituló Los ojos de una guerra que casi nadie mira. Terrorífico. ¿Y yo en qué mundo vivo? Que Rusia lance bombas y misiles a un país es una desgracia, pero la verdadera desgracia es el efecto que esto tiene sobre las personas ahora y en el futuro. Y de esas, muchas ya llevan años viviendo en estado de shock constante por el enfrentamiento ruso-ucraniano. Ahora el efecto es más amplio, pero no nuevo. Lo que cambia es que tiembla Europa. Y así somos, ahora nos preocupamos porque nos informan más, y nos informan más porque tiembla Europa. Y otra vez, la pescadilla que se muerde la cola.
Esto no hace más que confirmar mi idea de que se habla muy poco de muchas cosas que suceden en el mundo. Incluso de las cosas buenas. La información está muy limitada pero lo peor es que nos confundimos creyéndonos bien informados porque tenemos acceso a muchísima información. Pero , ¿qué información? ¿La que elige el algoritmo? ¿O la que el editor del medio decide poner en portada?
Y eso, en mi opinión, es bastante peligroso. Porque los medios deciden qué sí, qué no y eso tiene un impacto directo en la opinión pública. Y a menudo la opinión pública tiene demasiada influencia, sobre todo cuando se acercan elecciones, y eso desgasta la calidad de la información. Me atrevo a decir que a veces, hasta la calidad de las decisiones.
Puedo llegar a entender que los medios privados atiendan a razones de rentabilidad o ideología, pero, ¿los públicos? Me temo que si el conflicto actual se estabiliza, aunque no acabe, si no sale de las fronteras ucranianas, acabaremos por desplazarlo en el órden de las noticias hasta acabar hablando de ello una vez al mes o en la parte de abajo de una web. O cada tres meses, y según cómo quiera el algoritmo ordenarte las noticias. O si un día te da por buscar «qué fue de Ucrania». Y con suerte encuentres un artículo de esos que se publican en algún momento aunque no lleguen a primer plano. Pero ahora, estamos viendo las orejas al lobo. Hay una guerra extendendida en un país que aunque no sea la Unión Europea sí es Europa. Y cambia la peli.
El ataque ruso es injusficado pero además, simbólicamente, no es un ataque a Ucrania. Y los medios lo saben, lo sabemos todos. Y lo sabemos porque hay mucha información. A veces extrainformación o incluso desinformación (una televisión ha puesto imágenes de un videojuego).
Por eso desde este pequeño espacio insto a que se paren las armas en todas las zonas de Ucrania, y se restablezca (si alguna vez la hubo) un mínimo razonable de calidad de vida para las personas. Y a nosotros, occidentales que no estamos acostumbrados al mínimo ápice de sufrimiento físico, que nos creemos empáticos, solidarios, informados y progres, aún votando a partidos que dicen no serlo, nos insto a que nos informemos bien, aunque pique. Desde luego os puedo asegurar que asumo mi parte de responsabilidad por inconsciente. Aunque no tengo justificación.
Acabo de ver una peli distópica, de estas que nos muestran los límites de la sociedad humana. En resumen; la mayoría de la gente, pobre, sólo puede comer el producto ultraprocesado que vende el Estado, mientras los pocos ricos tienen acceso a cualquier producto básico como los tomates o la mermelada. En una escena se menciona que un bote de mermelada de fresa cuesta 150 dólares. Y yo, que soy un poco adicta a comerme la mermelada a cucharadas, me he levantado del sofá para deleitarme con mi bote de 1.50 euros.
Puede parecer y de hecho lo parece, que pagar 150 euros por un bote de mermelada es tirar el dinero. Pero el precio de las cosas no es ni lo que cuestan ni lo que valen, porque ¿cuánto valen las cosas? Es lo que las personas estamos dispuestas a pagar en función de diferentes factores como la utilidad o la ley de oferta y demanda. ¿Cuánto pagarías por una botella de agua en el desierto? ¿Cuánto pagarías por un pan de trigo si eres celíaco?¿Cuánto pagarías por una manta si tuvieras que dormir al raso a 5º? ¿O por esa misma manta en un pueblo de Extremadura en pleno mes de julio? Ejemplos hay tantos como queramos pensar. Lo que determina el precio de las cosas no es algo estático y hay muchas teorías al respecto. Os aconsejo este video para saber más sobre la teoría de la utilidad:
La satisfacción que nos proporciona un producto o servicio es fundamental para que determinemos cuánto estaríamos dispuestos a pagar por algo. Pero no sólo. Una situación surrealista como la pandemia, ha cambiado la forma en la que valoramos la satisfacción y el consumo. ¿Para qué comprarme una bici nueva durante los meses de confinamiento? Ni qué decir, de un coche. ¿Pero cuánto hubiésemos pagado por un baño en el mar, un abrazo de alguien a quien echabas de menos o por una ventana con orientación sur?
El contexto en el que se producen las decisiones de compra es un factor clave a tener en cuenta a la hora de establecer y aceptar precios. ¿Cuánto pagaría una bodega vinícola a un experto en Big Data para la vendimia? ¿Y a un ingeniero agrónomo experto en fermentación del vino? Pero si la empresa invierte en un software para predecir la calidad de la uva y del futuro vino, su posición de prestigio y el precio final de las botellas, pero nadie en la organización sabe usarlo, ¿cuánto le pagarían al mismo experto en Big Data en estas otras circunstancias?
También la capacidad de compra mía y de otros influye en el precio a pagar por algo. En la película, un bote de mermelada cuesta 150 dólares porque no hay alimentos en el mercado. De hecho no hay mercado legal de alimentos y sólo tienen acceso a ellos unos cuantos ricos que los pueden pagar. El resto de la sociedad ni siquiera sabe qué es el sabor a fresa. La satisfacción de un bote de mermelada para un rico/poderoso perverso, no es sólo el sabor sino el saberque lo que está comiendo, que no es más que fresas y azúcar, es un bien escaso que casi nadie, salvo otros como él, pueden permitirse pagar y saborear.
Conocemos un mundo (quien escribe y quien va a leer estas letras) en el que la palabra escasez nunca ha aplicado, hasta ahora, a necesidades esenciales, y donde desayunar una tostada con mermelada o comerla a cucharadas, forma parte de una rutina incuestionable. No es un lujo, ni proporciona una satisfacción especial, por lo cotidiano del hecho. En la película hay dos personajes principales, uno es mayor y conoce el sabor de los alimentos y la textura, porque cuando era niño había comida y se comía con cubiertos. Pero a lo largo de su vida eso desaparece. El otro personaje, que es más joven, no conoce esa sensación del placer de comer, ni sabores, ni texturas, ni sabe cómo comer con un tenedor. ¿Qué utilidad le proporciona comer algo que no sea la barrita verde ultraprocesada ? Es algo completamente desconocido que por eso tampoco añora ni le encuentra utilidad o valor, hasta que lo descubre.
El cambio de era que estamos viviendo está trasladando la forma en que ponderamos nuestras prioridades y la utilidad de las cosas. Os pondré un ejemplo personal. Siempre he salido al campo, me crié en un pueblo. Pero fue el confinamiento el que me hizo cambiar la forma en la que ahora disfruto de la naturaleza. Igual me ocurre con la ropa en el armario. Hay muchas cosas que no me he vuelto a poner. Porque salgo menos y porque no trabajo en oficina a diario. Quizá nosotros no somos muy conscientes de este cambio porque somos como el señor mayor de la película, pero si esta situación distópica se alarga durante años, los futuros niños, de adultos, ni siquiera añorarán cosas que para nosotros formaban parte de nuestra vida cotidiana. Vamos por la segunda Navidad distópica y tal vez por salvar a los que ahora están, lo que estamos haciendo es agravar el efecto surrealista de esta pandemia y del futuro de los nuestros. Los cambios en la forma de vida no se dan de un día para otro, se cocinan despacio, se toman a sorbos y la indigestión llega cuando ya es demasiado tarde para remediar el empacho.
Porque dar un abrazo, sonreír y compartir mesa, no pueden ser un pecado mortal. Ni tampoco tomar un poco de mermelada, salvo que seas diabético… La película, por cierto, es de 1973 y la historia sucede en 2022.
Hace unos días mi abuelo confesó una historia que ninguno de los que estábamos con él en ese momento conocíamos. Durante los años 60 y los 70 mi abuelo era taxista de largo recorrido, sobre todo de algún torero de renombre de la época. Conducir un Dodge de nueve plazas en horario nocturno y las carreteras de la época, suponía mantenerse despierto durante más horas de las que el cuerpo aguanta con normalidad. Con toda la espontaneidad de sus 93 años, nos contó que en una ocasión que paró en Madrid, fue a una farmacia de la Cava Baja a comprar las pastillas que le mantenían despierto. El farmacéutico, muy honrado, le dijo que no se tomara más esas pastillas porque eran peligrosas, era mejor que tomara café y Cocacola. He estado investigando y aquellas pastillas eran anfetaminas.
Los tiempos cambian cuando cambia el conocimiento. Con el cambio en el conocimiento cambian las rutinas y los dogmas sociales. Sin embargo y a pesar de saber el lastre que es la droga, observo que no se tiene mucha mentalidad de lo que eso supone. No hablamos de que las anfetaminas hayan sido legales hasta hace no mucho. Sino de adicción y muchos problemas. Los que nacimos en los 80 sólo conocemos el lastre de la heroína por lo que nos han contado. Aún así, recuerdo de pequeña en la TV un anuncio contra la drogadicción de un gusano metiéndose por la nariz. Yo era demasiado pequeña para entender de qué iba aquello, pero ahora que tengo 37 años y veo la droga muy cerca y muy a menudo, me pregunto por qué el Estado, los Estados del mundo, no se preocupan más por este tipo de campañas de concienciación en lugar de hablarnos de no comer carne.
Me sorprende mucho que se normalice el consumo de drogas y que no se pillen alijos diariamente. Y sí, hay que decirlo, el consumo de drogas está normalizado. No voy a dar detalles pero yo misma me sorprendo y eso a veces me hace dudar si alguna persona insospechada también está metida en el lío. Porque si el consumo es el que parece que hay, el tráfico debe ser descomunal ¿lo sé yo y no lo sabe la policía? Evidentemente lo saben pero por alguna razón que yo desconozco, no interesa perseguirlo ni que lo sepamos.
Alguien me dirá que una defensora de la libertad como yo debería dejar que la gente haga lo que quiera. Y claro que defiendo que cada cual haga con su cuerpo lo que quiera. Drogarse un día no es un problema. El problema, a diferencia del alcohol o el tabaco, es que las drogas son un sector no regulado que, evidentemente, no sale en las estadísticas del INE ni en las del Ministerio de Sanidad. Por eso está fuera de control y no conocemos con datos fiables sus efectos sociales, sanitarios y económicos. Si el alcohol y el tabaco suponen un problema, lo sabemos y aún así bebemos y fumamos, podemos imaginarnos las consecuencias de hacerlo sin ningún control.
¿Por qué prohibieron los chinos el opio en el siglo XIX? La adicción estaba teniendo efectos letales en la sociedad. Además, las importaciones de esta sustancia se habían convertido en un producto clave que estaba favoreciendo la economía del Reino Unido en contra de la economía china. Un problema social-sanitario y un problema económico.
Lo que ocurría con las pastillas que tomaba mi abuelo, sucede actualmente con muchos otros fármacos adictivos, que adormecen y que se venden en farmacias con receta médica. Al menos en los últimos años se han puesto más serios con esto y piden el DNI para comprarlos. Pero aún así es sorprendente ver cuánta gente toma pastillas para dormir o antidepresivos. En Estados Unidos ya ha pasado con la Oxicodona, y aquí que siempre vamos un pasito por detrás, no sé en qué punto estamos pero es preocupante saber que tanta gente toma drogas a menudo, ya sea cannabis, cocaína o drogas sintéticas. Y otros que, legalmente y por prescripción médica, toman benzodiacepinas o antidepresivos. Me pregunto si acaso no conviene mantener a la sociedad aletargada en estos tiempos que vivimos en los que día tras día hay motivos para darse cuenta del teatro que es la vida. ¿Sugieren los médicos en consulta otras alternativas previas a la prescripción de estos medicamentos?
Lo último que sé es que es posible comprar drogas variadas con Bitcoin y que te llegan a casa como un paquete de Amazon. ¿Estamos locos? ¿Lo sé yo y no las autoridades de aduanas? Por alguna razón no interesa frenar el consumo de drogas y por lo tanto el tráfico, las mafias, la economía sumergida, una sociedad adormecida y entretenida con su juguete que acabará arrastrada por un chute en el momento que no sea accesible.
Nos quejamos de que Inditex compra sus productos a proveedores que fabrican en países donde niños trabajan en sus fábricas. Defender esta postura, aunque no está exenta de debate, es muy lícito y muy ético. ¿Pero se genera esa misma pregunta cuándo se consumen drogas? Porque precisamente en el mundo del narcotráfico no es donde más se respetan los derechos humanos. Sin embargo, es habitual que los mismos que critican la alegalidad del pago de impuestos de las multinacionales, consuman drogas de todo tipo. Pero no pensemos que esto va sólo de un perfil. Porque estoy segura de que el consumo de drogas afecta a todos los barrios y situaciones.
Espero, queridos lectores, que me dejéis vuestra opinión o comentario de hechos fehacientes. Como siempre digo, esta web, es una página donde todos debemos aprender unos de otros. Lo expuesto no es más que una opinión basada en mi observación. Y no es la única ni la mejor.
Sí puedo decir que ojalá hubiese más personas como aquel farmacéutico que se encontró mi abuelo. Esas son las personas que hacen el mundo mejor.
Hace días leía un artículo en La Vanguardia que hablaba del abandono de algunas redes sociales por adolescentes que querían encontrarse consigo mismos. La mayoría de los comentarios apoyaban esta decisión y abogaban por la desaparición de estos medios. Hace unas semanas, también The Wall Street Journal publicaba un artículo sobre los efectos negativos de Instagram en la salud de las adolescentes. Este hecho, según el medio, es conocido internamente por la compañía y deriva principalmente de la comparación social en belleza, bienestar o éxito, tanto con otros conocidos como con los llamados influencers.
Los artículos a los que hago referencia muestran la cara negativa de las redes sociales. Además yo le añado una que es la de procastinar, dicho en lenguaje de toda la vida: perder el tiempo. Pero las redes sociales no han descubierto los siete pecados capitales. Las redes sociales sacan lo que cada uno tiene dentro. Si eres envidioso te saldrá la envidia, si eres perezoso, te sacará la pereza, si eres lujurioso, las utilizarás para ligar, si eres hostil, despegarás toda tu ira, si eres egoísta, tendrás perfiles que alimenten tu ego y si te encanta comer, apuntarás todos los restaurantes a los que va la gente. Vaya, lo que es ser humano desde el inicio de los tiempos. Si no fuera con Instagram y Twitter, tendríamos pique con la vecina por el coche nuevo que se ha comprado o por la casa de la playa y seguirían existiendo las infidelidades y los restaurantes caros. No han dejado de existir las razones por las cuales el ser humano siente lo que siente. Si no hubiese redes sociales perderíamos el tiempo viendo la TV, leyendo la publicidad del chino que dejan en el buzón o en una llamada de teléfono banal. Quizá, lo que cada uno debe hacer es enfrentarse a sus peores pecados y asumirlos o corregirlos, antes de demonizar a las redes sociales. Porque por su característica social, las redes las hacemos entre todos y ellas sólo actúan como el espejo de la madrastra de Blancanieves. La verdad siempre aflora.
Se critica que la gente muestre lo mejor de sí en redes. Y voy a decir una cosa, en mi Instagram tengo algunas fotos que no son las mejores pero tienen algo que para mí es importante. No pongo fotos recién levantada ni de mi casa sin ordenar, por la misma razón que antes de que venga alguien a casa me doy una ducha y recojo. No solemos mostrar la realidad en redes pero, ¿lo hacemos fuera? Como decía hace tiempo en este artículo sobre Tinder, las redes sociales aceleran algo que ya existe en la vida offline. Por lo tanto, antes de desear que no existan, preocupémonos de corregir todo aquello que nos molesta de nosotros mismos y que las redes solamente nos lo evidencian. Es curioso, pero bien usadas, las redes sociales pueden ayudar en este proceso de sanación mental del que hablaban los adolescentes que quieren indagar en su autoconocimiento. ¿Habéis probado a usar los hashtags y a descubrir?
Pero antes de seguir, ¿qué es una red social? Desde mi punto de vista, una red social o medio social es aquella plataforma digital que permite a personas intercambiar información e interactuar. La red social por excelencia es Facebook por ser la primera a la que tuvimos acceso de forma masiva. Pero pronto le ganó Whatsapp, que también es una red social a pesar de que no lo crean los que dicen que no usan redes sociales pero tienen la costumbre de comunicarse por este medio.
Existen redes sociales para todo, pero todas tienen algo en común: conectar personas. Quien escribe estas palabras no es una persona introvertida, en general tengo bastante facilidad para conectar con la gente. Pero me encantan las redes sociales, por el acceso a ideas, opiniones y conocimiento a través de personas que de otra forma no accedería. Lo mismo ocurre al revés. Expertos que tienen mucho que aportar, lo tienen más fácil gracias a internet y las redes sociales, conceptos ambos que van muy van de la mano.
¿Si os dijera que vivo en un piso que es un chollo y que lo encontré por Twitter? ¿Si os dijera que me reencontré con mi amigo Oliver por Facebook? ¿Si os dijera que me he enamorado por Tinder o que he pillado a algunos (en plural) haciendo trampas amorosas por Facebook e Instagram? ¿Si os dijera que Twitter es a veces mejor buscador que el mismísimo Google?
Mi red social favorita, sin ninguna duda, es Twitter. En Twitter, que tiene fama por ser la red social en la que la gente descarga su ira, he encontrado perfiles que comparten conocimiento, ideas o relfexiones por el simple hecho de compartir. Por supuesto, todo hay que contrastarlo pero hay muchos más expertos en Twitter que en la mayoría de los medios de comunicación. Y no porque digan que son expertos, sino porque si pierdes el tiempo en investigar (esos momentos procastinando en redes), acabas dándote cuenta de que lo que dicen tiene mucho sentido. O compruebas que es verdad y automáticamente crece tu ignorancia consciente.
Claro que hay haters y gente que expande noticias falsas, pero ese es el reflejo de la sociedad misma a la que pertenecemos todos, por eso hablamos de redes sociales. ¡Como si sólo hubiese hostilidad y mentiras en Twitter! El peligro es, como decía en el artículo de Tinder, la facilidad de expansión que tiene cualquier asunto que envuelvan las redes sociales. Por eso es primordial que aprendamos a filtrar la información y a ser críticos, aunque no nos guste lo que vemos y aunque para ello tengamos que procastinar primero.
¿Son las redes sociales un medio de comunicación? Mucho más allá, sirven para informarnos con los medios tradicionales como fuente y añadir más información, relevante o no. Ya ocurría antes pero lo hemos visto muy claro con la pandemia, las redes sociales censuran toda aquella información que se salga de su ideario. Pero también lo hacen casi todos los medios de comunicación tradicionales, una vez más el online y el offline se parecen bastante. A mí me parece gravísimo porque la libertad de expresión conlleva no sólo la libertad de pensar sino la libertad de poder expresarse. Y si eres libre para pensar pero no lo eres para decirlo, no eres libre, en definitiva.
En una sociedad madura, la mentira, manipulación o exageración, lo que la historia ha denominado propaganda, debería ser insostenible. Sin embargo no es así porque en la sociedad de la información, en el infolítico, término acuñado por el economista Gustavo Matías, aún no hemos aprendido a filtrar la información. Quizá esto suceda porque estamos en la fase inicial de esta era y en un proceso de transformación del papel a la pantalla. Puede que dentro de 100 años se rían del punto de vista expuesto en este artículo. Ojalá.
Los efectos negativos de las redes sociales son muchos, pero la mayoría podemos controlarlos; trastornos mentales por compararse, malentendidos, pérdida de tiempo, manipulación de información, etc. Hay algo que para mí es más importante, gestión de datos por parte de las compañías. No olvidemos que hablamos de empresas privadas que ponen sus condiciones y nosotros las aceptamos, incluida la censura. Este es el verdadero peligro de las redes sociales porque las consecuencias del uso de nuestros datos se sale de nuestro control.
Existen muchos puntos de mejora en las redes, sobre todo lo relativo a la seguridad, pero hay otro que es propio de la comunicación en formato digital, gente que sabe mucho de cosas muy específicas, y no se atreva a utilizar su verdadero nombre por miedo a represalias, sobre todo profesionales. Yo misma me he planteado a veces si este blog debería ser anónimo. Pero creo que es importante ejercer con hechos eso que defiendes con palabras. El online y el offline tienen que seguir una línea coherente. Aún no vivimos en el metaverso y no tengo avatar, pero quien está delante de la pantalla escribiendo este post, es la misma que está en el super haciendo la compra y en el bar tomándose un vino. Soy una misma persona con muchas versiones, tuiteo una reflexión, un artículo de economía o una canción que estoy escuchando. Y que quede claro, jovenzuelos que queréis encontraros con vosotros mismos, que cada ser humano somos muchas versiones de nosotros mismos, dentro y fuera de las pantallas.
Salgo de mi casa un sábado a las 19 horas en un barrio residencial de familias jóvenes de la periferia norte de Madrid. Mucha gente con mascarilla en la calle. Llego al Cercanías, donde el perfil de familia cambia a gente mayor, casi todo el mundo con mascarilla. Aunque según me acerco, veo personas de todo tipo que salen del Cercanías y se dejan la mascarilla puesta. Otros se la quitan.
Salgo del tren en la Puerta del Sol a las 19:55 horas, donde el perfil de gente es completamente distinto. Muchos extranjeros y gente que como yo, ha quedado para tomar algo y olvidarse de la rara normalidad por un rato. Casi nadie lleva mascarilla en la calle y nadie la lleva dentro de los locales. Estoy con mis amigos, cambiamos de bar. En otro sitio me pongo a hablar con tres desconocidos a medio metro de distancia. No parece que se asusten porque una extraña les haya interrumpido su conversación sobre el Rey Emérito. Resulta que de los tres, sólo uno está vacunado para el COVID19 ¿pero la estadística no era el 90%? En una muestra de cuatro personas, acaba de bajar la estadística al 25%, ya es casualidad… ¿tengo un imán para los “negacionistas”? (Os juro que me entra la risa mientras lo escribo) ¿O es que hay más de los que dicen y por eso nos quieren censurar?
Respeto la actitud de las personas que viven con miedo. Pero lo respeto de la misma forma que yo exijo respeto para mí, y para cada persona. Especialmente para los niños. Me cuesta entender que haya padres que prefieran que sus hijos hagan deporte con mascarilla por el miedo de contagiarse de un virus cuya letalidad es ínfima en sus circunstancias. Porque no hay distancia, lo sé. ¿Y qué más da? Si están al aire libre, o en pabellones de techos de 15 metros de altura, son niños y es más importante que respiren oxígeno y no su dióxido de carbono viciado. Prefiero no imaginarme a los niños dando vueltas corriendo alrededor del colegio con mascarilla, porque me entra una mezcla entre frustración, rabia y asfixia.
Así que, digámoslo claro, aunque en los colegios de la Comunidad de Madrid no es obligatoria la mascarilla en exteriores, la realidad es que los niños la siguen usando incluso a la hora de hacer deporte. Y parece que para entrar en la senda del “queda-bien” y el “buenismo”, hay que callarse. ¡Pues no me da la gana callarme! ¡Bastante callados estamos ante tanta estulticia! ¡De callarnos está el mundo como está! Y de argumentos del tipo “ya sabemos lo que pasa en el mundo pero no podemos hacer nada” se alimenta la bestia. Y lo escucho tantas veces que me asusto. Me asusto más de esa mentalidad que de la bestia. Porque la bestia no sería nada sin tanta pasividad y miedo que la dan de comer. Pero es llamativo que esa mentalidad vale sólo para las restricciones a la libertad con la excusa del COVID19.
La pérdida de derechos es un retroceso social, se mire por donde se mire, y es motivo suficiente para protestar. Yo creía que el derecho era algo estricto que se aplicaba bajo cualquier circunstancia y que de ahí nacía su propia naturaleza. Pero pocos lo vemos así, parece ser. Ay no, que uno de mis nuevos amigos “negacionistas”, de esos que conocí en un bar a medio metro, me dice que el derecho está sujeto a la libre interpretación. Pues vaya. Entonces estamos perdidos…
Me llama la atención que las asociaciones de padres y madres no se levanten ante las autoridades educativas para que los alumnos puedan estar en clase con unas condiciones suficientes de confort. Porque estar con las ventanas abiertas con 5 o 10 grados en la calle no es el confort de un mundo civilizado. Hace unos días me comentaba una madre que en el colegio de su hija (11 años) no sólo están con ventanas abiertas, sino que tiene que haber corriente para que circule el aire. ¿Para qué esa doble medida de mascarilla y ventilación? ¿Dónde quedó la frase mítica de las abuelas de «cierra la ventana que te vas a pillar una pulmonía»? A mi entender, como persona que decide vivir, no haría falta ninguna medida porque si te has de contagiar, respirarás el virus como respiras el humo de un camión cuando llevas la mascarilla puesta… Pero desde luego ¿ambas medidas? ¿ventanas abiertas y mascarilla? ¿Por qué se está aguantando todo esto? ¿De verdad la gente lo ve normal? Sí, ya sé que mucha gente lo ve normal. Pero quiero leeros en comentarios por favor, a ver si consigo entrar en vuestra cabeza.
Decía que me sorprende que los AMPA no hagan nada, pero en realidad sí sé por qué no hacen nada. Y no lo hacen porque algunos padres están de acuerdo con estas medidas aptas para hipocondriacos. ¿Hasta qué punto el miedo de unos tiene prevalencia sobre la calidad del aire que respiran otros y su derecho a crecer en entornos salubres, cómodos y libres?
La mascarilla es mucho más que un trozo de tela. La mascarilla es el símbolo de enMASCARArse, de camuflarse, no ver sonrisas, naturalidad, vida. Símbolo del miedo, del sometimiento y causa de no entender bien lo que se dice (nota importante en colegios bilingües) y de crecer en un entorno asustadizo y de juzgar al que no sigue la corriente. Esto último lo he vivido en primera persona con una persona menor de edad. No daré más detalles.
Precisamente es el miedo a ser juzgados y a encaminarse a una única forma de pensar, es lo que a mí me da tanto miedo, más que el bichito, sin duda. Como decía ayer alguien en Twitter, y no puedo estar más de acuerdo, “la mascarilla refleja lo mismo que taparle los ojos a un burro para que sólo vea el camino que tiene delante y no vea posibles bifurcaciones”.
Y es que aún hay padres que siguen alegando que hay niños en la UCI por el COVID. ¿Cuántos? ¿Y por qué? ¿Cuál es el contexto de esos posibles casos de niños en UCI por COVID? Por ejemplo, desgraciadamente los niños con leucemia se mueren de neumonía. Pero esto no es nuevo. Desgraciadamente también, hay otras patologías que hacen a algunos niños vulnerables. Pero esto ocurría antes con otras enfermedades víricas. ¿Y estar con las ventanas abiertas en pleno invierno no les aumenta la vulnerabilidad de alguien con un sistema inmune debilitado? Por no hablar de los efectos mentales. ¿Acaso no tiene que ver con todo esto que el año pasado se hayan cumplido récords de suicidio? ¿Cuántos casos hay de problemas mentales que no hayan llegado al punto extremo y por eso no se contabilizan como tal?
En el caso extremo, el de los suicidios, os diré que en 2020 hubo un 45% más de fallecidos entre 0 y 49 años por esta causa que por COVID19. Para ser exactos os daré cifras: 664 personas con COVID19 (no de COVID, según informa el INE) en ese rango de edad y 1.479 por suicidio. ¿De verdad tenemos tanto miedo al COVID cuando hay otras causas de muerte mucho más preocupantes especialmente en la gente joven? Además, como informa el Observatorio del suicidio en su informe anual, en España no existe ningún plan de prevención, como sí existe para otras lacras como la violencia de género o los accidentes de tráfico.
Pero volvamos al tema de los pequeños y medianos. Después del colegio, los niños se van al parque o juegan con los hijos de los amigos de sus padres el fin de semana en una casa rural. Sin mascarilla. Y van al cumpleaños. Y entonces adiós al grupo burbuja porque al cumpleaños va el amigo, el vecino y los dos primos. Cada uno de un colegio. Y se juntan. Y se ríen. Y juegan. Y para ellos todo es normal. Y por un momento vuelven a ser niños. ¡Viva! Y los padres vuelven a ser padres. ¡Wow! Vamos por el segundo gin tonic que los niños están entretenidos.
¿Y qué me contáis de los que antes eran hiperaprensivos que se han contagiado y una vez contagiados ya pasan de todo y les dan igual los demás? Estos son mis favoritos. Luego los egoístas somos los no vacunados. Seremos egoístas, pero al menos coherentes. Además, ¿cómo un hiperaprensivo se contagia si sigue todas las medias a rajatabla? ¿Quizá las medidas sirvan de poco? ¿O quizá sólo sigan las medidas para parecer el ciudadano ideal? Porque oiga, que me contagie yo que cumplo las medidas sólo por respeto a otras personas o por obligación, vale. Pero que se contagie alguien que sigue las medidas porque tiene un miedo atroz a contagiarse, pues… se me enciende la bombilla de que algo no cuadra. Mi recomendación empírica, ya he dicho que a mí me sirve de mucho, es que tomen más vitamina C de la que recomienda la OMS y se dejen de tanto miedo.
Lo que se está haciendo con los niños y adolescentes desde el inicio de la pandemia debería acabar en algún juzgado internacional. Especialmente en España y en Italia, donde durante dos meses ni siquiera se les dejaba salir a dar un paseo, a montar en bici o a jugar con su triciclo. Desde mi punto de vista, los niños y adolescentes son los verdaderos héroes de toda esta historia. ¿Os imagináis con 14 años y las hormonas a flor de piel tener que estar dos meses ENCERRADOS? Alguno me dirá que, al menos, tenían medios para comunicarse. Y entonces yo responderé ¿cuándo vamos a enterarnos de que la tecnología no puede ni debe sustituir el valor de los seres humanos?
He pensado mucho sobre esto durante la pandemia, cada cosa no vivida a su determinado tiempo, es algo que la vida no retorna. Y sí, sé que lo que no se retorna es una vida perdida, pero vivir a medias o vivir con miedo, es una vida con la luz apagada. E insisto, no creo que estemos hablando de un asunto de tan extrema letalidad como para apagar la luz.
Yo no tengo hijos. Pero los niños de hoy crearán la sociedad en la que yo viviré en el futuro. Por eso es un tema que me importa. Quiero un mundo que cree niños valientes, con criterio, que pregunten, que rechacen lo que no les cuadre (como a mí no me cuadran tantas cosas en este asunto más político que sanitario), que sepan vivir sin miedo y se enfrenten a las situaciones difíciles, como se dice en España, “agarrando el toro por los cuernos”.
Sin embargo, la sociedad mundial está (estamos) enseñándoles a no cuestionar nada para no ser cuestionados, a taparse la boca, a aprender a entenderse con una mirada y a avergonzarse por no seguir la corriente. Eso ha pasado siempre, sí. Pero eso es una enfermedad grave de la sociedad que estamos haciendo crecer. “Si lo dicen los que mandan por algo será”, escucho. Y si por algo es, que lo expliquen de forma transparente. Porque la transparencia es un concepto que tenemos que empezar a ver como un derecho. Los niños tienen que empezar a verlo así. Es la forma de ser responsables bajo el paraguas de la libertad. Transparencia, la verdad por delante, con tu amigo, con tu amiga. Con Hacienda o con el equipo que lideras en tu trabajo. Transparencia.
El problema que deriva de la transparencia, es que es el enemigo de lo que representan las mascarillas. Desenmascara la verdad. Y la verdad a veces no gusta que se vea. Porque entonces, si históricamente hubiésemos sabido la verdad, hubiesen cambiado las tendencias, opiniones y decisiones en todos los ámbitos.
Si tuviéramos verdadera transparencia en la política, en las empresas, en nuestra historia familiar, en nuestras parejas o amigos, cambiaría el rumbo de nuestras decisiones y la actitud frente a muchas situaciones. Por eso, aunque a mí la transparencia me parece junto a la integridad, el valor a inculcar en el futuro de los buenos líderes, sé que no lo enseñarán en las mejores instituciones de adoctrinamiento.
Una vez, hablando este tema con alguien con mucha responsabilidad en su trabajo, me dijo que en general la gente no estaba preparada para saber la verdad de la mayoría de las cosas. Y es que así es como los líderes ven a la base de la pirámide. Nos ven como a niños a los que proteger, a su conveniencia, claro.
Y cuando soy consciente de todo esto, me encanta acordarme del porqué del nombre de este blog: Miss Controversias. Como ocurría en el dilema del prisionero, si nos callamos, perdemos todos.
No quiero alargarme más, este post es sólo para alabar a los niños y adolescentes y darles las gracias. Ojalá miren la vida a ambos lados, de frente y sin pestañear, a pesar de estar aprendiendo a vivir enMASCARAdos.
Ayer fui a buscar al cole a mi sobrina de 9 años. Está en 4º y le gusta mucho aprender. Cuando estoy con ella siempre le pregunto qué anda estudiando o qué música escucha. ¡Mis sobrinas son mi fuente de modernidad! Me dijo que está estudiando los paréntesis y tenía deberes sobre ese tema. Mi mente cuadriculada de adulto, le contestó que podíamos ensayar diciendo frases con paréntesis. Se empezó a reír y me dijo que eran los paréntesis con sumas y restas. ¡Uy! ¡Me encanta! Pero a ella no. Y no le gusta por una razón muy simple que creo que es la que nos ha pasado a todos de pequeños en matemáticas, en gramática y en general en todo el plan de estudios. Nunca entendimos qué utilidad tenía todo aquello. Hay personas que no necesitan saber el porqué de las cosas. Sin embargo, otros, los que tenemos una mente muy lógica, necesitamos cuadrar todo el proceso, desde el por qué, al cómo y para qué.
Estuvimos un rato hablando de matemáticas y de ejemplos prácticos. Estábamos metidas en el coche y todo lo que funciona en un coche son matemáticas, le dije. De hecho, la vida y el universo son matemáticas, aunque mi conocimiento es tan escaso que me cuesta ponerle ejemplos que pueda entender. Ni soy matemática ni soy experta en docencia (aunque me pregunto si la mayoría de los profesores lo son). Hablamos de un ascensor, para que esté preparada cuando estudie los números negativos, y le aclaré que no es lo mismo subir 6 plantas desde el -2 que subirlas desde el 0. Le gustó y me pidió más ejemplos. También hablamos de la lógica que se esconde detrás de la “suma de letras”, y cómo a+b=c puede tener muchas combinaciones posibles. Es decir, hay muchas formas lógicas y válidas de llegar a un mismo resultado. Estuvimos poniendo ejemplos y jugando a llegar al mismo número de resultado con combinaciones distintas. También le gustó.
Me preguntó qué más se estudia en matemáticas, es lo que tiene una sobrina curiosa y una tía un poco friki, como dice ella. Le hablé de la geometría y me dijo que eso lo estudió el curso pasado y que no entiende para qué sirve eso. ¡Ay amigos del simbolismo! Las nuevas generaciones vienen con las mismas dudas que los demás… Pero ¿por qué no se explican ejemplos prácticos que se encuentran incluso dentro de la clase? Es tan sencillo como decir que si el edificio en el que está el colegio no se cae, es por los cálculos matemáticos que hicieron los arquitectos antes de la construcción. Y que muchas de las paredes están en el lugar exacto que tienen que estar para hacer el ángulo necesario que sujete el resto del edificio. ¿Y por qué no unir las mates con la historia y con el arte, y explicar cómo están construidos los edificios antiguos que aún siguen en pie? Y que aunque hoy en día haya tecnología, esta sólo facilita el trabajo, pero necesitamos entender qué hace y qué impacto tiene en otros ámbitos. Como le dije ayer a mi sobrina, alguien tiene que decirle a la tecnología lo que tiene que hacer y saber si lo está haciendo bien.
¿De verdad algún profesor de matemáticas tanto de primaria como de secundaria explica a los alumnos para qué sirven? Usos prácticos con ejemplos que se puedan entender, y que hagan que los estudiantes de todos los niveles amen las mates. Porque cuando las entiendes, son alucinantes. Y entonces interpretas mejor el mundo. Aunque quizá si aprendiéramos a interpretar el mundo, a algunos se les acababa el chollo de la manipulación. Porque en realidad, todo son matemáticas. Puede ser que algunas operaciones sirvan para desarrollar ciertas habilidades mentales, sí. Pero muchas otras cosas, la mayoría, cuando se comprende su uso práctico al nivel que corresponda, se ven de otra manera y se quiere más. Porque el saber gusta. Todo lo que es útil y pragmático atrae más. Por eso el storytelling es una estrategia de marketing. Pero ojo, no hablemos sólo de los colegios. Recuerdo que en la universidad me pasaba lo mismo con la microeconomía. Después aprendí que resulta ser una parte esencial en la gestión de empresas. ¿Por qué no ponerle nombre y apellidos a la utilidad de tanto gráfico abstracto? Curioso que la propia microeconomía estudie la teoría de la utilidad.
Volviendo a la conversación con mi sobrina, seguimos con la historia. Hace unos meses fuimos juntas al Monasterio de El Escorial y desde entonces sabe bien qué rey lo mandó construir y que fue un rey muy importante que le gustaba mucho el conocimiento y por eso coleccionó tantos libros. Ayer le regalé un libro con muchas ilustraciones sobre los Austrias en el que había un árbol genealógico. Me preguntó si todos esos eran familia del rey Felipe VI y le dije que no, porque hubo un rey que no tuvo hijos y vinieron los reyes de Francia a sustituirles, los Borbones y por eso la princesa Leonor se llama de Borbón y no de Habsburgo. Entonces, la niña, que no para de cuestionarlo todo, me hizo una de las posibles preguntas clave que podía hacerme en ese momento. “Entonces, el abuelo de Felipe VI, ¿qué rey fue?”.
¡Qué complicado es enseñar! Enseñar bien. Y no todos los niños tienen padres que puedan explicarles las dudas o tías frikis que les van a buscar al cole.
Profesionales de la enseñanza, por favor, tomen conciencia.
¿Sería eficiente la jornada de cuatro días para lograr conciliar?
Obsesionados con los periodos de cierre y reporting, los que hemos trabajado en departamentos financieros, sabemos lo que es ser flexibles. Ajustar nuestra vida a los plazos de entrega y picos de trabajo que surgen algunas semanas del mes. Aunque esa flexibilidad y sacrificio personal no siempre sean reconocidos por los líderes.
A pesar de que los financieros somos los de los cierres y los de trabajar en festivos o hasta horas intempestivas, no somos los únicos que sacrificamos nuestro tiempo personal por cumplir con los plazos de entrega profesionales. Si algo tiene trabajar en un departamento financiero, es que estás en contacto con toda la organización y aprendes que el mundo de la empresa es así. Plazos, asuntos urgentes y proyectos con un planning que cumplir. Priorizar se convierte en una habilidad esencial, aunque se hable poco de ella. Y muchas veces entre reuniones e imprevistos, llega la hora de acabar sin haber empezado lo que se tenía organizado para ese día. Por eso resulta tan llamativo, incluso gracioso, que los políticos hablen de jornadas de cuatro días para conciliar como si eso fuera factible sólo con cambiar un contrato laboral.
Veréis, lo mismo que ocurre con la armonización fiscal internacional, que no tiene sentido si sólo la asumen unos cuantos, ocurre con la jornada de cuatro días. Tener una jornada de cuatro días en un entorno en el que el resto de la gente no la tiene, o la tiene distinta, supone que ese día no va a servir para el objetivo que es desconectar y ganarle tiempo a la vida, al menos en los casos de trabajo de oficina. Si en lugar de trabajar cuatro días, la medida se toma como un reajuste en el horario de cada jornada para el cómputo total semanal, es muy probable que ese poquito menos que hay que trabajar cada día, se convertirá en un “qué más da quedarme” (o quedarte) un poquito más por pura eficiencia en las tareas, acabar lo que uno empieza.
Igual que muchos puestos de trabajo en España requieren conectarse a deshora para trabajar con América, o hay que tener en cuenta que en Dubai su fin de semana es diferente al nuestro, tendríamos que considerar de manera impredecible, cuándo nuestro cliente, proveedor, consultor o colaborador está o no disponible. ¿Es esto ágil en caso de problemas urgentes que resolver? ¿Influiría en la eficiencia de la compañía?
Es especialmente preocupante lo relativo a clientes y proveedores que son junto a los bancos quienes mueven el flujo de caja (liquidez) y por tanto, el flujo de actividad, y a quien no siempre sirve resolverles un tema al día siguiente. No sólo desde un punto de vista financiero sino logístico, presupuestario, etc. En el mundo real del empleo y la economía (esto es, fuera de la política) sabemos que los problemas de una empresa y su productividad son incompatibles con una regulación estricta. Por supuesto que nadie es imprescindible y que al final todo sale adelante, pero las situaciones repetidas en el tiempo son las que hacen a una compañía eficiente. Si esos momentos diarios de problemas urgentes no tienen a las personas adecuadas disponibles y esto sucede de manera constante, no sólo la eficiencia sino la propia actividad e imagen de la compañía, con mucha probabilidad, se verá afectada. No hablamos de periodos de vacaciones en los que uno deja organizado su trabajo, ni de estar ausente por un imprevisto que es puntual y totalmente entendible. Hablamos de que si el business to business no es algo ágil, las transacciones con esa compañía acabarán por desviarse a otra que facilite la resolución de problemas. Y es que, muchas veces en el trabajo uno se dedica más a resolver problemas que a trabajar en las tareas asignadas. Entonces, ¿de qué sirve tener jornada de cuatro días si al final se trata de estar pendiente de lo que pueda surgir?
La clave no está en legislar sino en cambiar la mentalidad. La flexibilidad es la joya de la corona de la conciliación en trabajos de oficina y no tanto la reducción de horas vía legislativa. Esto significa una flexibilidad entre empresa y empleado basada en la confianza y la responsabilidad. Si consiguiéramos dejar los egos aparte ¿tan importante es comenzar el trabajo a las 8 a las 9 o a las 10 o tomar un descanso a mitad del día y conectarse después siempre que cada uno sea consciente de las implicaciones que lleva su puesto de trabajo? No sólo por solucionar problemas, sino por la propia capacidad de concentración, que cada uno la encuentra de una manera. Estamos en la era de la digitalización. La industrialización ya pasó. No podemos seguir con la misma estructura organizativa ni podemos seguir regulando conforme a la organización industrial del trabajo. Ni somos los mismos ni en muchos casos hacemos lo mismo.
Es curioso que habiéndose implementado la remuneración por objetivos fuera del ámbito comercial, el presencialismo (incluso en teletrabajo) sigue siendo una realidad. Por lo tanto, a pesar de tener objetivos, no sirven para que cada empleado se organice como quiera hasta cumplirlos y medir el rendimiento en base a ellos. Sólo sirven para justificar la remuneración variable que además, por las propias políticas de reparto de presupuesto, suelen ser subjetivas en función de otros factores. Fórmulas de flexibilidad existen, como exigir un horario determinado en el que todo el mundo tenga que estar conectado, o determinar las características de cada puesto de trabajo y su exigencia y flexibilidad correspondiente. Pero más allá de eso, debería ser el empleado quien proponga y demuestre, sin que desde los niveles más altos de la jerarquía se presuponga que lo que intentan las personas es no trabajar. Algo debería hacerse también desde los propios comités de empresa que conocen la casuística de cada departamento. No dejemos que el Estado regule aquello de lo que no tiene ni idea.