Julio es mi mes favorito del año, o al menos lo era. Tengo buenos recuerdos de este mes. Mi mes favorito para las vacaciones, inicio del verano, el Tour de Francia, vida, descontrol, entrar, salir, adiós rutinas, las fiestas de mi pueblo. Creo que hasta estoy más guapa este mes… sin embargo, este año julio no parece que vaya a ser muy diferente a enero. La diferencia es que vamos a cambiar las manoplas por la mascarilla, o el bozal, como se lee por ahí.
Porque no me gusta nada, pero nada, eso de nueva normalidad. ¿Qué normalidad? Nos hemos acostumbrado. Nos han acostumbrado, a que el uso de la mascarilla forme parte de nuestra rutina, a mirar a los demás con recelo, a evitar relacionarnos y justificar la pérdida de derechos y libertades «por si acaso». Nos han metido el miedo dentro hasta el punto de que personas que llevan sin ver a su madre cuatro meses, teman abrazarla. Nos han convencido, o lo han intentado, de que el riesgo de contagio en niños está por encima del derecho a escolarización. Nos han quitado las cosas que nos hacen felices. Nos han separado. Nos han hecho menos humanos. Más débiles. Más vulnerables. En general, más pobres.
Esto no es normalidad de ningún tipo. Sólo se me ocurre que esto sea la normalidad que quieren implementar para otros fines de orden público con la excusa de la salud. Si de verdad esta nueva forma de vivir tuviera el objetivo de frenar una pandemia, el concepto adecuado debería ser “normalidad transitoria”, de manera que quedara claro que esto va a tener una duración limitada. Sin embargo, el concepto “nueva normalidad” da a entender el carácter indefinido (o infinito) de esta circunstancia.
Y eso espero, que esto sea una normalidad transitoria y no una transición a otra normalidad (peor) y que todas las conclusiones a las que he llegado en estos tres meses no sean ciertas. Lo que para muchos son conspiraciones, Google, otros buscadores y mi sentido lógico me han enseñado que no lo son tanto. El nuevo orden mundial no es un concepto conspiranoico, es algo que se lleva implementando décadas, al menos, desde la década de los 70 que se publicó el informe Kissinger. Leyendo un libro de este mismo autor es fácil darse cuenta de lo que está pasando:
«el orden (mundial) es algo que debe ser cultivado, no puede imponerse»
¿Qué mejor manera de cultivar en la población una nueva forma de ordenar el mundo que justificándola con una amenaza a la salud pública? ¿Qué otra manera más fácil de hacerlo con el clamor de los ciudadanos? ¿Qué mejor forma de impedirles que salgan a la calle a manifestarse que prohibiendo un derecho constitucional por un decreto aprobado legalmente?
Ante la salud de los demás sólo nos queda respetar el miedo y eso es un arma infalible para quien planifica el funcionamiento del mundo. Moralmente la libertad acaba donde empieza el miedo de los demás pero no viceversa. Sin embargo, si echamos la vista atrás ¿cuántas veces en la historia el respeto al miedo de los demás y la incertidumbre han acabado en catástrofe? Parece como si el coronavirus nos hubiese bloqueado la mente. Y aunque se trata de una nueva enfermedad y debemos ser prudentes, no se trata de la única enfermedad contagiosa, ni de la única causa de muerte. A veces parece que el mundo se ha parado tanto que ya no hay sucesos, ni otras desgraciadas enfermedades.
Pero no todo el mundo tiene miedo, hace pocos días viví algo sorprendente. Incluso personas que habitualmente no tienen actitud crítica están empezando a cuestionarse la posibilidad de que haya una gran mentira detrás de una pandemia que nos han llevado a justificar este cambio de vida. Eso sí me llama la atención porque sólo así, siendo críticos; cuestionándolo todo y hablándolo con los demás, podremos evitar que el plan les salga bien.
Empieza mi mes favorito del año y yo soy muy de la antigua normalidad. No me defraudes, julio.